Manos arriba

Comencé a practicar kárate con 5 años. Levantaba exactamente dos palmos del suelo cuando estrené mi primer kimono. A las tardes en el sótano del colegio les siguieron los inviernos en el dojo del barrio.

Debía tener unos 10 años cuando el sensei me sacó a pelear al centro de clase. Era algo habitual y yo lo disfrutaba. No había miedos, íbamos forrados y sabíamos que la cosa no iba de pegarse sino de dejar claro que llegabas a marcar donde el contrario no había podido cubrirse. Delia era tremendamente competitiva y aunque era un año menor que yo, por su altura, solía pelear conmigo.

Cuando el entrenador dio el grito de inicio, no pude terminar de saludar. No había levantado aún la cabeza cuando Delia me enchufó un puñetazo tremendo directamente en el esternón. Caí al suelo bocabajo, sin aire. Y el sensei, más que habituado a este tipo de circunstancias, con maestría extrema me quitó el casco, me puso de pie y me colocó con las manos tras la nuca y los codos hacia afuera. Aquel fue el inicio de una gran enemistad.

El gesto, pese al susto, me reseteó y aquello quedó en una mera anécdota. Con el paso de los años y de los cinturones era raro recibir golpes más allá de choques o de cruces inesperados. Y la pareja de entrenamiento era una concepción amistosa que iba más allá del estándar, la confianza en alguien que deja su puño a dos dedos de tu nariz 75 veces cada tarde… solo puede ser ciega.

Delia creció y se convirtió en la persona odiosa que prometía ser de pequeña. Rara vez pisaba el tatami pero cuando lo hacía no había calma, más de una vez quise echarme a correr y esconderme en una taquilla del vestuario. Ni siquiera allí estaría salvada porque siempre iba dejando claro que mis zapatillas era feísimas, que su padre le traía en una enorme moto de carretera o que en su colegio (un lugar pijísimo de las afueras) no perdían el tiempo con tonterías serviciales y que en sus vacaciones había ido a «NIU YERK» con el acento más pedante que puedas imaginar. Y ya no hablamos de cuando se dio cuenta de que algunas dimos el cambio más tarde o que jamás hemos perdido el culo por hacer de eso de conocer chavales, una competición sin normas.

Por suerte, nunca volví a saber nada de Delia. Y mi carrera en el karate terminó a los 25 años entre una mezcla de lesiones y estancamiento.

No recordaba esta historia hasta hoy, supongo que es una de las miles de anécdotas que podríamos contar. Sin embargo, dejó un rastro, un poso de atavismo, de ritual que se repite desgraciadamente muchas veces.

Traigo un lazo atado al cuello, no se ve, pero está ahí. Hay días en que el nudo corre, se hace más estrecho y se me hinca de rodillas sobre el pecho. Y no se ve y nadie lo ve pero silba la respiración.

Es entonces cuando suelto cualquier cosa que esté haciendo para cruzarme las manos por detrás de la cabeza. Para ganarle un par de centímetros al diafragma, para coger un poco más de aire. Y tiro tan fuerte que cada tendón cruje peleando por sacarme de esa ansiedad, del ahogo, del odio que siento por todo lo que me rodea y a lo que culpo.

Si me ves así, no te acerques.