Hablo por la radio. Y cuando no, hablo con la radio. Y otras veces, la radio me habla a mí. Un hombre habla los jueves en el programa de tarde, es un colaborador al que he decidido ponerle unas gafas de pasta oscuras, pelo blanco y una elegancia propia de quien lleva puesto por dentro un terno de raya diplomática. Gesticula mucho al hablar porque siempre trae algo que le mueve, algo muy suyo. Nunca le he visto y podría solucionarlo si un día hago oído cuando lo presenten y busco su nombre en internet. Pero es tan característico, que me gusta verle en mi cabeza con sus gafas y esa sonrisa que, sin verla, se oye.
A veces la radio te cuenta cosas que no podías imaginar que tuvieran nombre y puede que ni siquiera lo tengan, pero en ese mal de muchos de comunicación de un solo sentido te sientes acompañado en tus cosas raras.
Hoy llegué al trabajo con la sensación de haberme cruzado con una persona de esas que, si se te sientan al lado en el tren, con su sola presencia te invitan a apoyar la cabeza en su hombro y dormir… al menos hasta que alguno de los dos tenga que bajarse. Y con esa sensación, de confianza en un desconocido, al que solo había visto los ojos me puse a mis tareas hasta que pillé el programa de tarde.
El hombre del terno hablaba de una persona que en el trance cotidiano de indicarle una dirección había sido dulce y suave, una amabilidad impropia de estos tiempos que había cautivado al buen hombre. Esa dulzura, esa calma, le había borrado del recuerdo el destino de sus pasos. La impresión había sido profunda.
¿Y si entre tanta estridencia, tanto ruido, tanta distancia…. todavía nos quedan delicias andantes?