Personas

Hablo por la radio. Y cuando no, hablo con la radio. Y otras veces, la radio me habla a mí. Un hombre habla los jueves en el programa de tarde, es un colaborador al que he decidido ponerle unas gafas de pasta oscuras, pelo blanco y una elegancia propia de quien lleva puesto por dentro un terno de raya diplomática. Gesticula mucho al hablar porque siempre trae algo que le mueve, algo muy suyo. Nunca le he visto y podría solucionarlo si un día hago oído cuando lo presenten y busco su nombre en internet. Pero es tan característico, que me gusta verle en mi cabeza con sus gafas y esa sonrisa que, sin verla, se oye.

A veces la radio te cuenta cosas que no podías imaginar que tuvieran nombre y puede que ni siquiera lo tengan, pero en ese mal de muchos de comunicación de un solo sentido te sientes acompañado en tus cosas raras.

Hoy llegué al trabajo con la sensación de haberme cruzado con una persona de esas que, si se te sientan al lado en el tren, con su sola presencia te invitan a apoyar la cabeza en su hombro y dormir… al menos hasta que alguno de los dos tenga que bajarse. Y con esa sensación, de confianza en un desconocido, al que solo había visto los ojos me puse a mis tareas hasta que pillé el programa de tarde.

El hombre del terno hablaba de una persona que en el trance cotidiano de indicarle una dirección había sido dulce y suave, una amabilidad impropia de estos tiempos que había cautivado al buen hombre. Esa dulzura, esa calma, le había borrado del recuerdo el destino de sus pasos. La impresión había sido profunda.

¿Y si entre tanta estridencia, tanto ruido, tanta distancia…. todavía nos quedan delicias andantes?

Carretera Comarcal

La luz de las farolas hacía lunares sobre el techo de aquel cuarto y apenas unas horas antes hubiese sido incapaz de poner esta ciudad en un mapa. Me iba, sí me iba, ya tenía pensado qué iba a escribirte en la nota que dejaría en la nevera. El paquete de tabaco en la cómoda, se iba a quedar. Así siempre lo podía usarlo de excusa para volverte a llamar o dejarlo ahí para siempre como quien deja un banderín en un campo de batalla arrasado.

Debajo de un gran letrero que decía «Comarca de Tierra de Campos» había un poste de autobús, todo cadáver etílico amontonado al sol podía subir por veinte duros hasta no sé dónde y el plan de huida era perfecto. No sé por qué planteaba salir en bus si tenía las llaves del R5 en el bolsillo del tejano vuelto del revés en el recibidor.

Hay cosas a las que un hombre no puede negarse, por aquello de «el no ya lo tienes». Hay momentos y lugares que, para un hombre, son un museo de arte clásico con el vigilante en la cafetería. Un intento más, aún estaba a tono y esa espalda me llamaba por mi nombre.

Me volví hacia ti, giré las últimas tres curvas y topé con una de tus manos. Entre sueños separaste los dedos y caí en tu palma como en un guante. La conmoción me desarmó. Un hormigueo me alcanzó el hombro y luego el pecho, la cara. Un mareo profundo, un montón de puntos en la vista y mi cuerpo, como siempre lo había conocido, dejaba de existir. Un túnel.

Malla, un perdedor con gusto

Teatro Carrión

Una carta de amor a la vida y al amor pese a todos los laberintos que se presentan. Una antigua maldición dice «Ojalá vivas una vida interesante» y, como buen condenado, los derroteros de la vida de Malla han dado para dos horas y cuarto de monólogo (en ocasiones dialogado) cargado de matices.

Un reproche, hablar explícitamente de algo tan prohibido e impúdico como el Amor. Con mayúscula de nombre propio, concretamente de la persona que ponga patas arriba tu existencia. Una lección para los cenizos como yo que antes de los treinta hemos colgado las botas de eso de quererse. Un buen golpe, maestro.

Un bloque sólido, sonriente y sabio, que no resabiado aunque le sobrarían los motivos. Un bloque sólido también el público que despidió a este muchacho con chaleco con una ovación cerrada, con fugas emocionadas que interrumpían sin poder aguantarse. Y es que ante las mascarillas… buenas son las «eses y uves en la noche» que suben desde el patio de butacas, porque hoy había muchos fans.

Y es que, tenga agujero o no, la noche fue para quitarse el sombrero. Historias jamás contadas, dramas infinitos y puñados de cenizas traídos directamente del infierno. Fragmentos de temas que no habíamos oído más que en disco y nombres propios… muchos nombres propios mencionados desde una gratitud infinita. Y tres aragoneses matemáticos, cabezones y vitales (sí, esto también es un guiño).

Un despliegue precioso y preciosista de guitarras, en las que más de uno nos hemos dejado los ojos intentando descubrir el truco. Más que un concierto es un espectáculo de magia. Un prestidigitador despeinado que se saca a sí mismo de la chistera. Un desnudo integral, sin necesidad de enseñar ninguna mariposa. Un golpe de efecto para que miremos el drama con perspectiva.

Y es que Coque, tan bienintencionado siempre, augura los mejores porvenires para terminar merendándoselos con patatas y postre, porque el punto dulce no puede fallar. Por algo ha sido siempre mi analista político de cabecera. Y sí, se ha mojado. Con tinte rojo, por cierto.

Y cala su sensatez, el carácter soñador, el guiño amable… moja tanto como la lluvia que nos recogía a la salida del teatro. Pero hoy todos volvemos a casa con el alma cubierta de terciopelo y buscando el charco más grande para meternos. Porque hoy nos han contado un poco de la historia de todos.

PD: Oye, yo quería una camiseta 😉

Malla y el fin del mundo

Llevaba en una mano la entrada y en la otra la urna con mis propias cenizas. No hizo falta un horno. Una argolla en la nariz. Y mi diezmadísima colección de discos.

***

21/02/2020

4, fueron 4. Vi mi mano en el aire, 4. 4 años. Fue un «Mira, lo ves, viví», me dije. No fue fácil pero aquí estoy, mírate, viva. Y me conformaba con que cada día se me abrieran nuevas grietas por las que se colaba el fango, que picaba en los ojos cada noche, que apretaba fuerte la garganta de madrugada. Sin sábados, ni domingos. La vida en un traveling, la paciencia extinta, el hormiguero recorriendo el cuerpo cada vez que cerraba la puerta de aquella oficina.

Y me conformaba pensando que ya casi estaba. Que ya hacía un año y que me iban a hacer fija. ¿Fija? bueno, en pruebas, porque un año de esclava en prácticas no era suficiente, pero oye… que el sueldo casi se doblaba y que todo sería más fácil.

Un día cerré la oficina por fuera. Dejé las llaves dentro. Me quedé con la fecha. Era 13, no me daba miedo. Me vendrían bien un par de semanas de vacaciones, necesitaba descansar, aunque fuera así. No podía seguir arrastrando aquel catarro para siempre. Marzo, era marzo. Y casi era capaz de ver un cierto verdín en los tilos del paseo.

La llamada no por más esperada iba a ser más suave. 26 de marzo, me ponían de patitas en la calle. Sin paro, sin derechos, sin más. «Ahórrate las palabras porque no me ayudan en absoluto». Quise haberle mentado a los muertos de varias generaciones pero dije eso. Confinada, de por vida, el hielo me había raspado la piel. El pelo se me caía.

Con la vida en una cuneta, un día tocó salir de casa. Otro, casi un año después me llevaba a un aula. Un buen puñado de críos más grandes en espíritu que en estatura me pusieron de nuevo los pies en este mundo. Como un hobby, como un servicio, como una terapia. El sueldo era lo de menos pero la rutina, lo era todo, ese algo sobre lo que conformar un todo y abrazarse a algo parecido a seguir viva.

Y un día sonó el teléfono y con la naturaleza con la que un curso acaba, volví a cerrar una puerta, muy distinta, blanca, acristalada. Hice la maleta y 425 kilómetros.

Volví a las carreras, desanduve las andadas. Planté cara al miedo. Y vuelvo al patio de butacas. Con la sensación de placer culpable. Con el orgullo del superviviente… antes de que sobre nuestras cabezas vuelva a cerrarse el infierno. Quizás esto sea solo el ojo del huracán.

Malla, que no nos volvamos a ver después de otro fin del mundo.

Bola y cadena

A casa llegan cartas a diario, a nombre de gente que ya no vive aquí. Cartas de propaganda, facturas olvidadas, tarjetas censales para ir a votar. Hay varios nombres, uno de ellos es extranjero.

En casa hay marcas en las paredes, roces de otras vidas. Y una zapatilla estampada en el techo donde aplastaron un mosquito. Bailan las láminas del parquet, son un xilófono a las 3 de la mañana. Suenan las tuberías para sacarte del peor de los sueños y de ese beso imposible «De aquí a la eternidad».

En esta casa, pesan los recortes de las ausencias más plomizas. Las que nunca llegaron hasta aquí. Se llenan los huecos de monólogos velados. De charlas con la cafetera. De búsquedas infructuosas de las gafas de leer.

Aquí los ratos muertos son una especie de «Ubi sunt?» interminable. Una copla de pie quebrado sin radiografía, un apaño en un dedo con un corte. Ese «pasará», que nunca pasa. Esa condena en vida que va entre pelear para quedarse o rendirse y marchar.

Aquí los musos son sátiros de ojos saltones, que esconden el salero, que separan las pinzas de tender en dos partes y sacan el muelle al rellano de la cuarta dimensión, dejan sus pezuñas marcadas en las toallas húmedas o sueltan el cierre de la lavadora cuando no hay tiempo que perder.

Y dormir al cruzado en la cama grande, enrollarse en la manta para pasar menos frío aunque la helada cae de dentro hacia fuera del pecho y no como ha dicho el hombre del tiempo. Y solo poner la música que a uno le gusta, sin ceder ni un palmo a otros intereses, porque a nadie más le importa. Y la película de los domingos midiendo el largo del sofá.

Ese pitido en los oídos es el grillo del silencio.

Ese frío en los pies que no pisan el suelo

Esa agenda en blanco, coleccionando años sin citas, sin planes, sin líneas en renglones, ni rectos, ni torcidos.

Y el cuervo que ni se posa, ni dice nada y encima no encuentra el busto de Palas.

Y las frases malditas de Vilas en Ordesa.