Augurios

de supersticiones y cosas raras
Fresco de ofrendas votivas de la Casa y Thermopolium de Vetutius Placidus

Humanos: conjuntos de hueso y piel, con una conciencia que se les presupone y un carga de miedo que busca la luz donde no la hay. Pongan un nombre a sus hijos para que los llene de fortuna en esta vida, para que lleguen a la otra (porque la hay) habiendo pagando a Caronte lo debido y una propina.

Exvotos desenterrados del barro milenario. Un pequeño toro de piedra entre unas manos huesudas. Pilas de huesos perfectamente ordenadas para adorar a los dioses, para que pare este diluvio, para que crezcan las cosechas, para acompañar a la legión a la victoria, para cuidar de estas calzadas, de estos abrigos, de nuestras pequeñas yurtas junto a un río que se congela los días pares y se hiela los impares desde hace meses.

Empeñados hasta la locura en descubrir qué habrá mañana, detrás de esa cortina de días anodinos, como si lo que estuviera por venir fuera a merecer la pena, como si perder el tiempo fuera un camino útil hacia ese algo mejor.

Y mientras, si quieres un pedazo del futuro, puedes abrir la cartera, la bolsa de denarios, el granero de farro. Un péndulo, una baraja, una taza de té, una técnica extraña para leer los pliegues de las manos, orejas, pies o zonas menos expuestas. Una piedra con poderes, una cuerda roja, la roña del sumidero del fregadero. El color de la chaqueta de un señor que cruzó en quinto lugar la puerta de tu casa el día quince de cada mes. El ruido del surtidor de gasolina al accionarlo. El olor a café. Todo nos da pistas crípticas de qué puede pasar.

Augurios romanos, seres del más allá que ayuden, la paz del karma y la venganza siciliana. Esas maneras de ajustar cuentas, de atar cabos y de esperar lo mejor, aunque sinceramente, no esté en nuestras manos.

Y es que no, no estamos preparados. No estamos preparados para reconocer nuestros errores si nadie viene a pedirnos cuentas. No estamos listos para ser valientes sin más recompensa que el haberlo sido. No somos la especie elegida, dispuesta a obrar bien por el placer de hacerlo. No estamos dispuestos a afrontar lo malo que venga, porque vendrá y probablemente se quede más tiempo del estrictamente necesario para que no perdamos la cabeza.

Así que esta tarde, nos vemos a las seis para ir a tirar una moneda a la fuente.

Hay, ahí, ay

Ricardo Fernández, arquitecto municipal, 15 abril de 1963, visto bueno y apertura al tráfico de la Calle de Aguadores. Firma y sello.

Sobre la lechada del imbornal, con letra clara y sin serifa, A.Y. estampa su firma. Chenchu y Mamen cruzan el portal. Flequillo largo, botas altas, gafas de concha, dos anillos relucientes. Se miran solo un segundo antes de cruzar el umbral y sentarse, por primera vez en el suelo de baldosín del que será su hogar, aún vacío. 21 y 20 años. Pepín, Félix y Marina, no tardaron en llegar. Pepín llevó pantalones cortos hasta la primera comunión, Félix siempre tan delgado, muerto de frío, nunca llegó a aguantarlos. Marina, morena como Mamen siempre bailaba en la bañera.

Chenchu y Mamen, luego Don Jesús y María del Carmen. La última vez que Jesús salió de casa, lo hizo con los pies por delante. Las pompas fúnebres le recogieron en 1989. El pasillo en ele de la casa dejó de oler a lavanda inglesa y todas las luces que se colaban por el ventanal del salón tenían un color amarillento y lánguido.

Pepín, ya en el servicio militar, sufrió un accidente y su alma se reunió con quien sea que espere más allá. Javier se dejó la vida en el retranqueo del patio de luces. Hacía días que nadie le veía y ni siquiera vivía en esta casa. Marina marchó a Madrid a estudiar y ya no volvió más que de visita y Félix aún vive aquí. Nunca se queja si escucha música, dice que le hace sentir que no está tan solo.

Y en este ir y venir de tempestades, llegan los jóvenes y se marchan. Surgen los miedos que nadie esperaba. Arden los corazones. Llegan y se van. Dejando la finca impertérrita como si nadie hubiese roto a llorar un fin de semana sin más motivo aparente, como si nadie hubiese perdido el trabajo y las ganas, como si todo estuviese simplemente bien y no existiera más que el momento actual.

No hablan las marcas de las paredes, nadie se reconoce por la cara, callan los buzones repletos de publicidad, se liman las almas con el estuco de la escalera. Y mañana, cuando entres con un disco de los Stones debajo del brazo, la casa crujirá, reconocerá los sonidos, el olor a cocido de los domingos ha calado hasta el encofrado, las persianas se enamorarán de cada beso en el portal, con cada vecino y sus pequeños asuntos cotidianos y la calma lo inundará todo. Porque tantos años de inmovilidad llenos de vida, le han dado los poderes suficientes para cuidar a cualquier inquilino. Esta casa es la abuela de todos.

Todo el bloque teje con las gafas apoyadas en la nariz, todo el bloque se preocupa porque hoy no te has peinado, porque llueve y la ropa no se seca, porque el niño me ha suspendido las mates. Porque hoy como cada día el sol se ha vuelto a esconder detrás de la torre de Santa Tecla y mañana volverá a salir por la espalda. Porque ese rayo sobre la cama, te lo ha pintado para ti cada mañana.

Archivo

Huele a humedad. Y hace frío. Nunca se llegó a licitar la calefacción aquí. Y para qué calefactar esta sala desahuciada en un pasillo oscuro. Un polvo negro, se pega a la ropa, a la piel, a la garganta. Es el primer vistazo de Carter a la cámara de Tutankamon. La ruptura de la quietud infinita. De lo desconocido. Huir del frío de casa para meterse en un frío aún más denso y más extraño.

Y de ahí a las pletinas del estudio 4. Con solo dos botones todo cobra vida y la aguja hace surco sobre esa inmensidad negra que me cubre el alma desde no sé muy bien cuándo. La tos estalla para recordarte que debes tomar una bocanada de aire fuera de todo ese inmenso mundo de los muertos. Huesos en vinilo, descatalogados, sin orden aparente. Fichas de dymo con 3 números, sin listín, eso también se lo tragó la inmensidad.

Entre los restos de las carátulas con los lomos pelados, veo caras de amigos, reconozco gestos y miradas, me hablan, juro que lo hacen. Incluso los que no reconozco.

El tiempo se traga otro domingo sin planes, otra semana sin lunes, otro contrato, otras mil traviesas de tren. ¿Intentar salvarlos? Para qué, si ya ni siquiera me puedo salvar yo. Cuando yo me haya marchado y sea polvo en un camino, sedimento en un río, yacimiento arqueológico, su materia seguirá ahí. Y yo no.